Decía Hemingway, «Al escribir una novela, un escritor debe escribir personas vivas. Personas, no personajes. Un personaje es una caricatura.» No seré yo quien le lleve la contraria a uno de los grandes novelistas y cuentistas del siglo XX, es más, estoy totalmente de acuerdo con sus palabras. De no creer que son personas, loca estaría al mantener conversaciones con los míos, especialmente, cuando alguno se ha colado en mis sueños para decirme no estar de acuerdo con un determinado final.
Más allá de la anécdota, cuando nos sentamos a crear a los protagonistas de una historia, llenamos páginas con multitud de detalles, no solo importa su color de ojos, pelo, altura, peso. No, no sé mis compañeras de teclas, pero yo necesito saber si es zurdo o diestro, qué tipo de música prefiere, si tiene alguna intolerancia alimentaria (Uff... recuerdo mis mosqueos al crear a Patty y descubrir la realidad de un celiaco), alergias y, por supuesto, ideologias políticas, creencias religiosas, qué ha estudiado, a qué se dedica y, un sinfín de características. De ahí, que no creemos personajes sino personas, la única diferencia es que ellos solo respiran y hablan cuando el lector pasa las páginas del libro en el que vive.
Esa es la parte «fácil» del trabajo de creación, luego llega la complicada, darle vida y conseguir que el lector sienta empatía hacia él o ella, incluso, que aún no estando de acuerdo con su manera de pensar o de actuar comprenda el porqué de una determinada reacción. Por ejemplo, en Carpe Diem, Sira, un personaje a priori antipático, despertó la curiosidad de muchas lectoras, llegando a pedirme su propia historia. Algo que ni me planteo por el momento, ja, ja, ja, no voy a decir que no lo haré, porque nunca se sabe, ja, ja, ja.
Y si ese intento de crear un hilo de unión entre personas ficticias y reales es difícil, luego llega la parte dolorosa, cuando alguien te dice que no empatiza con alguien creado por ti, eso no quiere decir que hicieras un mal trabajo; en la mayoría de los casos es porque quien lee no tiene absolutamente nada que ver con ese personaje ( perdón, Ernest por llamarlo así). Bien distinto sería que nadie empatice con él, ahí el problema es nuestro, de los escritores.
Escritores a los que nos tienen que perdonar ese gen «cotilla», utilizando las palabras de la narradora de mi última novela, Historias de mi escalera, en la que nos presenta como esos cotillas que no podemos evitar imaginar qué sucede tras una puerta o una ventana. Yo, con el permiso y, sin él, de mis familiares, amigos, conocidos y a algún desconocido, de esas personas que te cruzas en el metro, calle, etc...) voy a seguir fijándome en tu manera de actuar, de tocarte el pelo, de sonreír... para usarlo en mis realidades paralelas.
Muaaackis...muaaackis
Eva
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